Si hay un discurso que desde los márgenes tecnológicos venimos repitiendo, hasta el punto de casi haberlo convertido en un cliché, es que las redes comunitarias vendrán para salvarnos de todos los males del escaparate en que el capitalismo industrial y la industria de la vigilancia han convertido el internet. Y quien dice redes dice su acepción más física: cables y antenas, la infraestructura por la que moveremos otros datos más o menos liberados a su vez.

 

Tiene su lógica, pues: frente a la centralización, el antídoto es descentralizar. Frente al expolio del modelo de mercado, la autogestión es el único camino. Frente a una censura monolítica, la diversidad de criterios y la auto-regulación de cada comunidad. Claro que nos queda tanto por descolonizar, y tanto por autogestionarnos, que al final del día las horas no nos cuadran. Se hace muy difícil autogestionarse el alimento, la energía, los cuidados, y por si fuera poco, las comunicaciones en todos sus entresijos.

 

La magia de las redes inalámbricas me cautivó desde que la descubrí, y fui la primera en subirme a un tejado cuando había que levantar una antena. Pero quería aprovechar estas líneas para compartir una sospecha que me viene asaltando de un tiempo a esta parte, en torno a las estrategias técnicas y comunicativas que las rodean.

 

Nos queda tanto por descolonizar, y tanto por autogestionarnos, que al final del día las horas no nos cuadran. Se hace muy difícil autogestionarse el alimento, la energía, los cuidados, y por si fuera poco, las comunicaciones en todos sus entresijos.

 

Oportunismo tecnológico en una “banda basura”

 

En un mundo en que todo está regulado, el espectro no iba a ser menos – y por eso el hack legal de las compas mexicanas (1) es de lo más interesante, ya que conecta la reivindicación de los Pueblos Indígenas sobre su tierra con las otras dimensiones del territorio: las ondas también son de los pueblos, y por lo tanto, nuestro es el derecho de usarlas.

 

La experiencia con las redes de telefonía es excepcional: pareciera que sólo en los márgenes, donde por desinterés o incapacidad no llegaron los gigantes tecnológicos, es donde puede darse un cierto laboratorio donde se mezclan prácticas, saberes y necesidades.

 

De la experiencia en Oaxaca, México, (2) lo que me parece más emocionante no es ya tanto el uso de la técnica, ni su socialización, sino las condiciones de organización comunitarias que permiten tal experimento. No es la magia de las placas con FPGAs (3), sino la asamblea en la que la comunidad decide cuál es el plazo en que quiere amortizar su infraestructura y, por tanto, cuál le parece que es un precio justo para el minuto de llamada. Ese ejercicio de la imaginación es lo revolucionario.

 

Sin embargo, es por algo que vemos muy pocas experiencias comunitarias con el GSM, y en cambio las redes wifi han proliferado (y desaparecido) mucho más. Los que hacen las reglas pensaron, hace ya un tiempo, que las microondas en la banda de absorción del agua (las frecuencias de la wifi) eran una banda de calidad dudosa y por tanto las abrieron para su uso sin licencia (4) . Con esta decisión (y el acceso a hardware barato y fácil de hackear) llenaron un hueco de conectividad en la última milla, y proliferaron comunidades emocionadas con los enlaces caseros, así como hackers que hacían los programas para hacer posible el sueño de otra internet conectada “de abajo arriba” (5).

 

Si la wifi nació como una “banda basura”, fue lindo lo que pudimos construir, por un tiempo, de esos desperdicios. La llegada del acceso personal (para quien tenga un celular, y para quien pueda pagarse los megas) marca el fin de fiesta para el bricolaje hacker que soñaba con un modelo de acceso compartido y comunitario en cada tejado – aunque sigue siendo una gran oportunidad para el cooperativismo y el autoempleo en zonas rurales (6).

 

Lo más emocionante no es ya tanto el uso de la técnica, ni su socialización, sino las condiciones de organización comunitarias que permiten tal experimento

 

Redes comunitarias y extractivismo digital

 

Escucho dos objeciones a este modelo de autogestión de las comunicaciones lideradas por los hackers.

 

La primera sería que, con algunas excepciones, muchísimas de estas experiencias caen, aun sin quererlo, en un cierto solucionismo tecnológico. Esto tiene mucho que ver con los privilegios que suponen una precondición para conseguir navegar ciertas aguas (prueben a digerir los primeros párrafos de la interesantísima “batalla de las mesh” (7)). En los círculos tecnológicos que promueven estas redes, una tiene que vacunarse frente a un cierto vanguardismo techie: puede ser muy complicado entender una conversación donde por lo general es un grupo de machitos que discute de malas maneras y sin poder evitarlo las virtudes de varios acrónimos como Babel, B.A.T.M.A.N., BMX6, OLSR, o 802.11s. Darle tanto protagonismo a qué protocolo es más cool exige mucha dedicación y ahuyenta a mucha gente. Y no me queda claro que esa sea la conversación más importante.

 

Es construir la casa por el tejado: y obviamente, según donde se vaya una a parar, las personas que tienen los martillos serán casi todas clasemedieros, universitarios, blancos y varones. En un ejercicio de magnanimidad, integrarán a una recién llegada que tenga la curiosidad, la paciencia y el aguante suficientes. Se entiende si el precio de pasar por ahí hace que muchas prefieran centrarse en otras cosas o trabajar en espacios no mixtos.

 

Es construir la casa por el tejado: y obviamente, según donde se vaya una a parar, las personas que tienen los martillos serán casi todas clasemedieros, universitarios, blancos y varones.

 

La otra objeción tiene que ver con la honestidad. A la pregunta de ¿por qué hacemos esto?, muchas veces es complicado dar una respuesta honesta. Puede que querramos enlazar la casita del hacklab con algún otro lugar del vecindario, con una escuelita, con la radio comunitaria. En el fondo, está la necesidad hacker de divertirse (¡pero obvio!), de jugar con la tecnología, de hacer vaquita para comprar juguetes caros. Y no se nos escapa que todo eso amasa capital cognitivo y social, o en otras palabras, nos va a permitir encontrar laburo el día de mañana. De aquellas redes ciudadanas, estas empresitas explotadoras. ¿Qué es lo que falló, y cómo evitar, en el futuro, la frustración de contribuir a una formación comunitaria que después se fuga gota a gota fuera de la comunidad, hacia el mercado?

 

Honestidad también para pensar, mientras sostienes un router en lo alto de una escalera, en qué responderle a una compa de una comunidad a diez horas de la capital cuando nos pregunta ¿y esto puedo hacerlo yo? Si, compita, con la dedicación suficiente puedes crimpar cable, flashear un router, aprender estos encantamientos sobre TCP/IP. Pero, al final del día, tendrás que comprar este pinche router a una empresa gringa, y pagar un sobreprecio salvaje por unos aranceles que no vas a ver empleados en tu comunidad, y pagar el peaje por ingresar a la red de redes, y pagar a la mafia de los nombres de dominio. Y todo para que a la primera tormenta te quedes sin servicio y los hackercitos de la capital se “hagan gas” porque están ocupados en otras cosas.

 

Para no caer en el solucionismo no me vale la solución tecnológicamente elegante, sino la solución consensuada. Y la respuesta, en tecnopolítica, es el social-ware: pasa más por cómo se construyen los procesos, y cómo articulamos la gobernanza y las alianzas en nuestras comunidades.

 

Redes libres, sí, ¿pero para quién estamos trabajando?

 

Parte de esa honestidad radical que necesitamos en tecnopolítica pasa por no dejar nunca de descolonizarnos. Admiro lo que ha conseguido Guifi.net en la remota Catalunya (8), y les deseo lo mejor en su futura red nacional. Pero me desconcierta cuando les veo venir a zonas rurales en Latinoamérica a decir que es fácil construir una red como la suya, sin darse mucha cuenta de que están en comunidades donde incluso la conexión eléctrica es precaria.

 

Puede que sea fácil cuando el coste de levantar un nodo o tirar fibra es asumible sin que duela al bolsillo, o cuando un gran porcentaje de la población tuvo acceso a formación técnica gratuita y de calidad. Es un error caer en la tentación de extrapolar experiencias en contextos diferentes. Cierta propaganda tecno-positivista es realismo mágico: puede ser prefigurativa, ilusionante, pero si no se aterriza no deja de ser una fábula.

 

Por otro lado, no consigo quitarme la sensación de que cada dispositivo que conectamos, sin hacer otro trabajo de comunicación autogestiva paralela igualmente importante, viene a hacer proselitismo y trabajo gratis para Mr. Zuckerberg y su banda. Se te queda un poco cara de estúpida cuando instalas software libre en un aula de informática con compus viejitas, con un enlace wifi casero, sólo para que veinte nuevas terminales puedan conectarse a Facebook o ver videos en YouTube. Quizás no habíamos pensado bien cuál era la prioridad allá, y desde nuestro impulso de hacer en realidad sólo poníamos una pieza más en el tablero del panóptico global.

 

Como dice la periodista Marta Peirano, fundadora de CryptoParty Berlín, en su último libro, “el enemigo conoce el sistema” (9). Tiene que dar mucha rabia levantar a pulso un proyecto como la red callejera SNET sólo para que el gobierno de turno venga y se lo apropie (10). Quizás la lección ahí sea que no sirve de nada autocensurar las conversaciones sobre política porque venir a desmantelarte será un acto político. O acaso nuestras redes tienen que ser más oscuras, o más analógicas y más efímeras, atacar y desaparecer para que no puedan nunca ser apropiadas.

 

O acaso nuestras redes tienen que ser más oscuras, o más analógicas y más efímeras, atacar y desaparecer para que no puedan nunca ser apropiadas.

 

Mientras quede algo que decir

 

Al final de “los invisibles”, un libro hermoso sobre la movida autónoma en la Italia de los 70s (11), alguien dice que ganaron, porque las radios libres seguían encendidas, pero que también perdieron: perdieron compas por la heroína, la represión, las deserciones y la apatía. La antena seguía emitiendo, pero nadie tenía ya nada que contar.

 

Elegir el bando de las de abajo es asumir repetidas pérdidas. Perdemos cuando aparecemos en una comunidad en el amazonas con radios de onda corta, al mismo tiempo que el oficialismo inaugura antenas de LTE. La misma temporada trajo la señal, la cocaína, el whatsapp y la prostitución. Con o sin carretera. Extractivismo no es sólo lo que se lleva nuestras materias primas: es el exterminio de nuestras formas de vida ancestrales. Es la claudicación de lo digital.

 

Dirán que está pesimista esta imilla, pero como dijo alguien, sólo las pesimistas pueden cambiar las cosas. Sabemos que será lento y penoso el trabajo que tenemos enfrente. Lo haremos con los medios a nuestro alcance, cambiando de táctica cuantas veces haga falta. Y cuando llegue el momento de decidir, la tecnología que consideremos apropiada para comunicarnos seguramente lleve décadas desfasada. Pero estaremos orgullosas del mecanismo social que la sostenga.

 

Mientras nos quede algo que decir, ahí estaremos. Quizás no se nos escuche tan lejos, ni tan rápido, ni tengamos la mejor conectividad. Pero nuestra voz no hay quien la calle.

 

Ilustración: Mayra Salazar

 

 

 

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